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14 oct 2009

La biología de la moralidad (Segunda entrega)


Por Omar López Mato.


Se puede afirmar que parte de nuestras conductas morales consisten en retrasar los impulsos que implican una gratificación inmediata. Es el manejo de nuestras pulsiones iniciales con una meta ulterior (que los humanos justificaremos de formas diferentes, religión, moralidad, cumplimiento del deber etc…). El proceso podría simplificarse diciendo que es la interacción de dos partes del cerebro: la amígdala y el sistema límbico por un lado, contra la corteza prefrontal. La amígdala es la parte más primitiva del cerebro, el lugar de las respuestas impulsivas, de agresión o huída. En un intento por homologarlo con las teorías freudianas diríamos que aquí radica el Ello, las pulsiones primarias. Por el otro la corteza prefrontal, lugar de nuestras funciones superiores, la más nueva filogenéticamente y, justamente por ello, la más frágil, la que primero se pierde ante agresiones contra el cerebro.


La corteza prefrontal, siguiendo nuestra analogía freudiana (que hago para su mejor comprensión y no por mi completa coincidencia) sería el locus del Superyo. De esta interacción entre la amígdala y el lóbulo prefrontal nace la acción, nuestra conducta, nuestra subjetividad, nuestro Yo, que podrá o no inhibir la tendencia primaria de respuesta amigdalina que generalmente requiere satisfacción inmediata. De hecho, algunos postulan que la sabiduría, no sólo es el acúmulo de conocimientos sino la interacción entre los conocimientos y las formas de ponerlos en práctica.


A medida que el hombre primitivo se sociabiliza necesita cada vez más de los pensamientos morales para ordenar la sociedad. Nacen entonces las religiones que se adueñan de la moralidad y se convierten en instancias superiores para evitar los excesos de los grupos gobernantes. Se necesita un juez superior a los jueces terrenales. La religión se convierte en un fabuloso organizador social. Así lo entendió Constantino cuando consagró al cristianismo como religión oficial del Imperio Romano. El emperador necesitaba una nueva moralidad para poner orden al Estado. Los viejos cánones politeístas habían relajado las costumbres.


El ser humano es naturalmente moral e inmoral, bueno y malo, generoso y egoísta, pacífico y belicoso. No somos nobles salvajes, -que no son tan nobles, ni tan salvajes, ni tablas rasas-. Venimos con códigos hereditarios. Somos agentes morales responsables por nuestras acciones, contamos con un libre albedrío, restringido, pero existente, ya que la interacciones de los cientos de factores que los condicionan son casi infinitas.


La moralidad nace de la necesidad biológica. Uno de los problemas de nuestros pensadores y filósofos, especialmente en la Argentina, es la falta de formación científica, circunstancia que los hace especialmente permeables a la pseudociencia y/o a antiguas disquisiciones filosóficas como el de la tabla rasa. El hombre de ninguna forma es un papel en blanco, llega al mundo con genes que le otorgan una individualidad y características particulares que le permitirán incorporar las influencias del ambiente de una forma propia y peculiar. No somos solo espíritu, ni debemos vivir nuestras vidas condicionados por la expectativa de un mundo mejor después de nuestra existencia, ese es una forma de amenaza inventada por algunas religiones para mantenernos sometidos a un orden en esta tierra que cada cual está libre de creer. Aunque deba tener claro que surgió, se mantiene y se va a mantener como un organizador social, uno de los más fuertes que hemos sabido generar para sostener un equilibrio social que en los grupos de nuestros predecesores en la escala zoológica se mantiene a fuerza de golpes y peleas. Un pequeño gran paso en la evolución.

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